Lo único que sé es que a la gente se le graba en la cabecita. Debe ser mi cara, de fundamentalista.
No me gusta el rosa.
Tengo una hija, bebé. Para el común del pueblo "bebé nena" es equivalente a "color rosa". (Y "bebé nene" a "color celeste").
No.
Lo que no me gusta no es el rosa, es la equivalencia. La equivalencia fundamentalista. La casilla.
Entonces la que se pone fundamentalista soy yo. No me gusta el rosa, anuncio.
El rosa es un color, como cualquiera. El rosa bebé no me agrada, pero menos me agradan los encasillamientos.
Escucho a la señora que cuida al Chino mostrándole una revista. "Esta sillita es para las nenas, porque es rosa. Esta para los nenes, porque es azul."
Me sulfura la sangre.
Viene mi madrina de visita y me regala un juego de sábanas para Rosita (porque sí, mi hija se apoda Rosita. No es el color, es la equivalencia.)
"¿Está bien?" Me dice con cara de pícara. "Viste que no es rosa, ¿no? ¿Está aprobado?"
Mi madrina me conoce. Me chicanea porque me conoce.
Los que me conocen saben que no me gusta... la equivalencia.
Mi madre me conoce.
Supongo.
Mi madre le regala cosas rosas a Rosita.
No esperaba más de ella.
Lo último es un vestido.
Hay que reconocer que es lindo. Si lo cambio sólo porque es rosa, sería más pelotuda que la equivalencia.
No lo cambio.
Rosita lo estrena en el cumple del Chino.
Llega mi cuñada.
Mi cuñada y mi mamá podrían ser amigas. Son parecidas en varios aspectos.
Esos aspectos son los que harían que terminaran sacándose los ojos con una trincheta.
Mi mamá y mi cuñada no podrían ser amigas.
Mi cuñada no me saluda. Entra, mira a Rosita, que está en mis brazos, y me dice: ¡La vestite de rosa! - como si hubiese ganado una batalla.
- Se lo regalé yo- grita mi madre desde el fondo, con orgullo.
Y sí. Como no podía ser de otra manera.