Por estas épocas en la casa de mi infancia se "bajaba la ropa de verano". Por falta de espacio, o exceso de prendas (o ambos) no había manera de tener toda las vestimentas estacionales juntas en un mismo placard. Entonces, con una paciencia oriental, madre sacaba las cajas rotuladas que se amontonaban en las partes elevadas de los armarios en cada cambio de temporada, para intercambiar su contenido por el que había en perchas, cajones y estantes.
La fecha elegida para el descenso y resurrección de la ropa de verano era fundamental. Un error de cálculo y podíamos andar en chancletas un día de nueve grados. O seguir de manga larga a pesar del enrojecimiento de los termómetros (y los cachetes).
La ropa que bajaba siempre tenía olor "a encierro": esa mezcla de jabón seco, falta de oxígeno, oscuridad y naftalina que queda en las prendas después de un largo descanso a la sombra.
Bajar, sacar, ventilar, doblar y volver a guardar. Un proceso que se repetía dos veces al año, religiosamente. Como el armado del arbolito y los huevos de pascua.
Un rito que, por fuera del calendario, nos preparaba para las vacaciones; o para el frío y las sopas.
Y que hoy, por exceso de espacio o escasez de ropa, ya no repito. Pero que vuelve lo mismo, en ese saco pesado y en desuso que cada invierno retorna a la luz, y carga entre las arrugas ese olorcito tan particualr a jabón seco, falta de oxígeno, oscuridad y naftalina...
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Piiiiiiiip