Hace un tiempo que aprendí a ofrecer algo de tomar, de manera casi automática, cuando alguien llega a casa. Fue un proceso arduo, iniciado por recomendación de Concubino, porque jamás me acordaba y parece que quedaba un poco flojo.
Es que soy una anfitriona a la sanfaçon, nunca tuve muy en cuenta las reglas de protocolo y ceremonial casero, y en realidad me importan un pito.
Debe ser por eso que no logro entender a los fundamentalistas de la anfitrionidad. Esas personas que a toda costa, inlcluso la misma incomodidad de sus invitados, se empeñan en ser anfitriones estresha.
Como esos mozos pesados que te llenan el vaso cuando nadie se lo pidió, esta gente se siente profundamente ofendida si uno no se atiborra como un cerdo con el excesivo alimento que han preparado. ¿Qué querés que haga si no me entra un niño envuelto más, que me los incruste por las orejas y los use de audífonos?
Son esas personas que al cumpleaños del hijo/marido/etc. se sienten en la obligación de llevar la torta (casera, obviamente), aunque el susodicho cumpleaños se realice en un boliche entre adultos borrachos saltando y rodando por el suelo, que terminarán utilizando la torta para hacer una guerra al mejor estilo Tres Chiflados.
Mi mamá es una de esas fundamentalistas. Y mi cuñada también.
El viernes pasado he descubierto que ésta no es una buena combinación. Por lo menos si las dos se sienten obligadas a demostrar sus dotes al mismo tiempo (una por dueña de casa, la otra por madre).
Todo sucedió en el cumpleaños de mi hermano (ese boludo grandote al que le siguen diciendo el nene). Mi cuñada cocinó durante dos jornadas para alimentar sólo 6 bocas. Mi madre es de las que lleva la torta bajo el brazo. Y mi hermano definitivamente no sabe manejar ciertas situaciones (porque es un boludo grandote).
Temí por mi salud cuando entré a la cocina y vi la cara de mi cuñada que blandía una cuchilla enorme con la excusa de estar cortando la picada, pero evidentemente quería ajusticiar a alguien. No quise indagar en el motivo de su mal humor, pero debería haberlo supuesto, cuando la vena de la sien estuvo a punto de reventarle en el mismo momento en que Madre ingresaba al lugar con la bendita torta.
Y como soy una ignorante en estas cuestiones, no tuve mejor idea que hablar... ¡de la comida! "No te hubieras molestado, pedíamos algo y listo, así no laburabas", dije, pobre de mí.
Ante esto, la cabeza de mi cuñada giró sobre su eje, sin que el resto del torso modificara su posición, y con los ojos en llamas me contestó:
"A mi casa nadie trae comida"
WTF?
Por las dudas asentí, como si en esa frase se escondiera el sentido de la vida, y me fui a cuidar a Poroto, que si tiene hambre grita, y mientras le den de comer no le interesa de dónde venga el alimento. Y si está lleno eructa con ruido, y sabe cagarse estruendosamente aunque en frente tenga al rey de Inglaterra.
En fin, un verdadero sabio. No como el resto, que puede armar la tercera guerra mundial por una torta mugrienta*.
*Hay que aclarar que si a Madre se le prohibía llevar la torta el conflicto iba a ser el mismo... o sea, la única solución era hacerlo en mi casa, o en un restaurante.