Ella dijo tumorcito, con la liviandad que tienen los médicos para decir ciertas cosas.
Ella dijo tumorcito pero podría haber dicho grano. Ponele.
Porque vos decís tumorcito y por más diminutivo que le cuelgues, la gente se asusta, se pone blancapálidaquemevoyadesmayar, como hizo concubino.
Y no interesa que después digas inocuo, benigno, o cualquier otro adjetivo tranquilizador.
Ella dijo tumorcito (en mi cerebro, dónde más, oh niña migraña) y concubino se puso blancopalidoquemedesmayoacá. Yo no. Yo me reí.
Porque a la vida hay que elogiarle el humor. Y porque de repetida, esa palabra no me suena a nada.
Es, como muchas, una cuestión de semiótica.
Haga la prueba: diga tumorcito varias veces seguidas. En algún momento la palabra perderá el sentido, la profundidad, el cuerpo.
Hasta que un mar de lágrimas le cambien la perspectiva, y le desarmen el discursito de superada. Porque cuando él me abrazó, temblando y llorando, en la vereda, lejos del antiséptico lenguaje de consultorio, tumorcito no me dio miedo, me dio bronca.
Y si me acuerdo de estoy hoy, es porque estoy enferma hace tres días. Y yo… "yo no me enfermo nunca". Otra de mis frases de cabecera.
Obviamente, no soy inmune a los virus. Ni al dolor. Pero lo resisto, lo ninguneo como si no estuviera.
Lo ninguneo porque me cuesta soportarlo: a mi dolor doliendo en otra parte. Por ejemplo, en unos ojos llenos de lágrimas.
Eso me molesta. Me duele, bah. Pero que no se entere nadie.