Antes era distinto, estaba mi hermano; me decía: «está ya él que piensa», y yo me dedicaba a vivir. La señal de que las cosas han cambiado para mí no ha sido ni la llegada de los austrorrusos, ni la anexión al Piamonte, ni los nuevos impuestos o qué sé yo, sino el no verlo ya a él, al abrir la ventana, allá arriba en equilibrio. Ahora que él no está, me parece que tendría que pensar en muchas cosas, filosofía, política, historia, sigo las gacetas, leo los libros, me rompo la cabeza con ellos, pero lo que quería decir él no se presenta, es otra cosa lo que él pretendía, algo que lo abarcase todo, y no podía decirlo con palabras sino viviendo como vivió. Sólo siendo tan despiadadamente él mismo como fue hasta su muerte, podía dar algo a todos los hombres.
En El barón rampante, de Ítalo Calvino
Sigo leyendo. Como no podía ser de otra manera, hija va en contra de todos los pronósticos médicos y resiste. Una ocupa en mi panza.
Hijo se rebela, cada día más. Por momentos me llena de besos, de esos un poco salvajes, que limitan con el mordisco. A los cinco minutos no me quiere ni ver, y llora. Un rato después va hasta el huevito, preparado para transportar a la nueva integrante, y lo mece, y nos explica que esa es la silla de la "mana". Y que ahí le vamos a hacer "nanú" (un "noni" alla Chino).
Marido se despierta cada vez que yo lo hago (unas 200 veces por noche) y me pregunta si estoy bien. Y me hace chistes. Y canta. A las 4 de la mañana, canta, y me hace reir.
Y yo, leo. Y los amo. A los tres. Aunque a la ocupa todavía no le haya visto la cara. Marido se despierta cada vez que yo lo hago (unas 200 veces por noche) y me pregunta si estoy bien. Y me hace chistes. Y canta. A las 4 de la mañana, canta, y me hace reir.