Cuando era chica me contaron que una vez una señora tuvo un hijo. Pero ese hijo no era de su marido, era de otro señor: un señor invisible, que al parecer no por ello era menos fértil.
Imagino las cosas que habrán dicho las vecinas indiscretas de aquella mujer . Debe haber sido la comidilla del barrio.
Para colmo de males, cuando ese hijo creció, salió a abrazar a los leprosos, a los pobres, a las prostitutas y a todos los débiles que andaba encontrando por ahí. Un hippie, un loquito, un raro, un anormal. ¡Las cosas que le habrán dicho!
El hijo de esta señora andaba rodeado de unos pescadores medio brutos, diciendo al que lo quisiera escuchar que lo más importante de la vida no era tener plata, poder, armas o tierras, lo más importante era el amor. Y no cualquier amor, el amor incondicional al otro. Que siempre era un semejante.
¡Esos otros, mis semejantes!
Las cosas que le habrán dicho.
Después me explicaron que a ese hombre lo mataron. Porque eso quería el padre (el señor invisible, pero fértil) que en realidad era él mismo, y otro más, todos juntos pero separados.
Ahí las cosas se ponían un poco más complicadas. Lo del embarazo mágico vaya y pase, ¿pero el resto?
El resto era peor.
Ese hombre, el raro, se había muerto por mí. Por mí y por mis pecados.
Porque yo, en el mismo momento de nacer, ya era una pecadora.
Todo por culpa de otra señora, que no quedó embarazada de un señor invisible, pero que nació de una costilla, y se extralimitó con la dieta y la condenaron por glotona. (Las cosas que le habrán dicho.)
Así que, en resumen, uno venía fallado de fábrica. Pero se solucionaba fácil: le tiraban un agüita en la cabeza y san se acabó.
Pero ¿y los bebés que se morían sin agüita? Y... se iban al limbo. Que ya no existe.
Porque antes, cuando a mí me contaban todo esto, había limbo, cielo, purgatorio e infierno. Todos lugares a los que uno iba a parar cuando se moría. La selección era simple: cuanto más pecados tenías más cerca del infierno estabas. Y ahí te hacían cosas espantosas por toda la eternidad.
Entonces, mejor ser bueno. Te convenía.
¿Y el semejante?
El semejante no sé, vos cuidate las espaldas.
Y así se acumulaban las ideas, todas mezcladas. A los ocho le tenía miedo al cuco, pero más miedo me daban los pecados mortales. A los diez sabía que los ángeles son seres-puramente-espirituales-dotados-de-inteligencia-y-voluntad, y otras cosas que ahora no sé repetir pero que están todas en un librito amarillo de preguntas y respuestas.
A los trece iba a misa para ver a los chicos que me gustaban.
Y a los quince tenía cada vez más preguntas.Y las respuestas no estaban en el librito amarillo, y muchas veces se resumían a un "porque es así".
Y así no me servía.
Y hoy, que ya no le temo al cuco, y mucho menos a los pecados mortales; que no me asusta el infierno, al que en cualquier momento lo clausuran por pasado de moda; que no voy a misa, ni siquiera para hacer sociales.
Hoy, que acá nomás la gente se va a juntar para reclamar una igualdad que les es negada; y que más allá festejará la diferencia, que no por eso nos hace desiguales...
Hoy pienso en ese hombre, el de las sandalias y los pelos largos. Ese, nacido de un embarazo por lo menos extraño, en una familia con dos padres (aunque uno fuera invisible). Ese que le daba la mano a los leprosos y defendía a las putas.
Ese, del que habrán dicho tantas cosas.
Ése hoy estaría con los suyos (los raros, los loquitos, los anormales) levantando una bandera de colores. Una bandera que no es otra más que la del amor al otro.
El otro, mi semejante.