La abuela ha sido creada para malcriar. Eso dicen los que saben, y los que no saben... son jefes.
En fin. Mi abuela paterna se malcriaba a sí misma, porque lo que es a sus nietos, andá a cantarle a Gardel.
La otra, en cambio, llegaba a casa y todo era una fiesta.
Recordar las visitas de mi abuela materna en plena infancia, es sentir brubujas de Redoxón haciéndome cosquillas en la nariz. Por lo visto la abuela no confiaba mucho en la alimentación que me propocionaba mi madre. Cada vez que venía, sacaba dos o tres de esos envases cilíndricos de metal llenos de pastillas naranjas. Y a mí, que no entendía nada de vitaminas y minerales, me encantaban. Además, el tarrito era muy apropiado para jugar y hacer ruido metiéndole alguna cosa adentro.
Sin embargo, lo que más esperaba eran las golosinas. No por los dulces en sí mismos, sino por las sorpresas que venían adentro.
Hablo del chocolatín Jack, que aún tiene vigencia, aunque los muñequitos son espantosos (y ni me imagino cuando uno abra el envoltorio y se encuentre con una mini réplica del dueño de la fábrica).
Pero más que nada, hablo de una golosina de la que ni siquiera recuerdo el gusto, pero de sólo nombrarla se me dibuja una sonrisa. Y que si existe no quiero saber en qué estado.
El paquete, de papel bastante berreta, venía infladito como si escondiera grandes creaciones, juguetes soñados. Y romperlo para ver qué guardaba era un momento de esos que sólo abundan en la infancia (y en la adultez, si uno conserva la capacidad de sorprenderse aún ante cosas pequeñas.)
Hablo del queridísimo Topolín. Un ratón elegante, que como Pérez, nos alegraba el día ,¡y sin pedir ningún diente a cambio! (por lo menos no en el momento, las caries por exceso de topolín corrían por nuestra cuenta).